Hoy comienza otra aventura, esta vez en Frankfurt. La Feria del Libro más grande del mundo recibe a una escudería de casi 40 editoriales argentinas que cuentan con nuestro apoyo económico y técnico y tengo la inmensa fortuna de vivir esta experiencia. De aquí al sábado no sólo estaré rodeado de cientos de miles de libros sino de sus editores y, mucho más importante, de las personas que se han quemado las pestañas para parirlos.
El domingo en Berlín, paseando por uno de sus muchos parques, una amiga me relató su reciente viaje en solitario a través de la vasta geografía de Brasil. Con una lucidez casi insólita en sus pocos años me contó sobre esta paradoja: la angustia desgarradora de estar sola en tierras extrañas y la felicidad de hacerse cabalmente cargo de uno mismo. Quizás los viajes nos obligan a enfrentar intensamente ese desafío que es común a todos los mortales: la necesidad de conocernos y aceptarnos en nuestra simple individualidad (y hace poco Santiago ensayó en Rosario una variante de esta tarea, con la filosofía que dan las muchas cervezas al sol: “para estar bien con alguien primero hay que estar bien con uno mismo”).
La soledad del viajero es entonces una de sus virtudes. Anoche me dejaba invadir por una tristeza tanguera en una taberna de Frankfurt cuando dos señoras entradas en años se tomaron el trabajo de invitarme vino y darme charla hasta que espantaron los fantasmas. Recuerdo que al volver a Buenos Aires luego de una de mis primeras y modestas aventuras de mochilero latinoamericano me juramenté seguir viviendo en mi ciudad con la misma predisposición para el asombro… y así vamos, casi 15 años más tarde.
El domingo en Berlín, paseando por uno de sus muchos parques, una amiga me relató su reciente viaje en solitario a través de la vasta geografía de Brasil. Con una lucidez casi insólita en sus pocos años me contó sobre esta paradoja: la angustia desgarradora de estar sola en tierras extrañas y la felicidad de hacerse cabalmente cargo de uno mismo. Quizás los viajes nos obligan a enfrentar intensamente ese desafío que es común a todos los mortales: la necesidad de conocernos y aceptarnos en nuestra simple individualidad (y hace poco Santiago ensayó en Rosario una variante de esta tarea, con la filosofía que dan las muchas cervezas al sol: “para estar bien con alguien primero hay que estar bien con uno mismo”).
La soledad del viajero es entonces una de sus virtudes. Anoche me dejaba invadir por una tristeza tanguera en una taberna de Frankfurt cuando dos señoras entradas en años se tomaron el trabajo de invitarme vino y darme charla hasta que espantaron los fantasmas. Recuerdo que al volver a Buenos Aires luego de una de mis primeras y modestas aventuras de mochilero latinoamericano me juramenté seguir viviendo en mi ciudad con la misma predisposición para el asombro… y así vamos, casi 15 años más tarde.
1 comentario:
En el '97, después de 3 meses de mochilear por Europa, Israel y Egipto con un amigo, me fui con mi viejo de turistas por... Buenos Aires. Recuerdo que fuimos a la feria de Mataderos, a San Telmo, Caminito... y desde ese momento empecé a caminar "mirando para arriba", como hacemos cuando somos turistas, apreciando los detalles urbanos que pasan desapercibidos para los lugareños.
Que nunca se pierda la capacidad de asombro es uno de mis modos de vida.
Saludos,
Hugo
http://apuntes-urbanos.blogspot.com
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