Me invitaron a escribir un artículo para la edición de marzo de la revista Bamboo. Comparto mi contribución.
Un árbol y un libro
Volver a los diecisiete después de vivir un siglo
es como descifrar signos sin ser sabio competente
volver a ser de repente tan frágil como un segundo
volver a sentir profundo como un nino frente a Dios,
eso es lo que siento yo en este instante fecundo
(Violeta Parra)
La imagen es verdadera aunque me cuesta precisar la fecha exacta: Mis compañeros corren detrás de una pelota aprovechando el recreo y, al costado de la cancha de fútbol, debajo de un árbol, estoy yo, inmerso en algún libro que a esa altura debe ser de Verne o de Salgari, seguramente uno de los tomos amarillos de la colección Robin Hood prestado por la biblioteca del colegio.
Mucho antes que eso hubo un padre que nunca me llevó a la plaza para enseñarme a patear penales pero, a cambio, me transmitió el amor por la lectura (y más tarde la música, sobre todo la brasilera). De mi madre historiadora heredé el interés novelesco por las cosas del pasado y un muy tardío descubrimiento de la alquimia de la cocina. Los juegos fueron también un terreno de aprendizaje y aventura. A papá le gustaban los Lego tanto o más que a mi hermano y a mi, y una vez por año invertía un tiempo infinito en armar una ciudad entera en bloques encastrables que incluía hasta helicópteros colgando del techo. Él también me enseñó a jugar al 1914, un juego de estrategia tan perfecto que prescinde por completo del azar (take that, T.E.G.!). De hecho, recuerdo vagamente uno de esos veranos eternos y algo aburridos de la preadolescencia, en el que junto a un amigo “inventamos” un juego de mesa al que pretendíamos superador del 1914. Creo que hasta intentamos contactar a YETEM. A la historieta y a los videojuegos llegué por caminos alternativos y fueron, cada uno a su manera, refugio y escuela. En mi borrosa y caprichosa memoria conviven la gloriosa Commodore 64 (¡venía con una cassettera!) con las Nippur Magnum y D´Artagnan que compraba mi viejo.
Crecer es acumular conocimientos alegremente inútiles para intentar dar orden al caos de un mundo que se nos revela inagotable. En los años de acné adquirí el vicio que todavía sostengo de comprar cuanta publicación independiente caiga en mis manos. En los bordes de la cultura aparecen sus pliegues más interesantes. De esos años data también el afán por cartografiar la noche inabarcable de Buenos Aires con la mirada inquieta de una Cerdos & Peces y, más tarde, un sinfín de programas de radio y revistas de rock. Pude hasta cumplir el sueño de la revista propia gracias a los dos morosos números de Introspejo, fraguada junto a unos amigos para mirar al mundo con elegancia pero sin sarcasmo. Los viajes (que afortunadamente fueron un montón, de mochila y ojos bien abiertos) contribuyeron y mucho a una educación que en el plano formal incluyó a varias universidades, entre el grado y dos maestrías con sus tesis aún en elaboración.
Al final de esta desordenada enumeración de referencias estoy yo intentando cerrar el artículo aún sin saber muy bien a qué ingrediente culpar por mi situación actual. Me reconozco como parte de la generación flux (genial concepto acuñado por la revista Fast Company), con una identidad en tránsito, construida en constante remix de lo que soy y lo que fui, y la curiosidad como bandera. Ayuda mucho tener uno de los mejores trabajos que pudiera haber deseado, rodeado de gente entusiasta y expuesto a los creativos de una de las ciudades más creativas del planeta. Aprendo mucho y me divierto sobre la marcha. Continuará.
Enrique Avogadro es Director de Industrias Creativas y Comercio Exterior en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Es también Director del Centro Metropolitano de Diseño. Mantiene el blog tradeandme.blogspot.com y en twitter es @eavogadro